Un viernes de perdición los viejitos de barrón salieron con
sus bolsillos llenos de talco hacia la casa ensayo, el mejunje de escupitajos
con gritos, la casa de melchormalo donde la soledad no existe sino el eco de
las voces disonantes en repetición.
Allí la temporalidad se perdió y sucumbimos a la disonancia
de interpolaciones acústicas, el eco de papeletas por no saber música. Y caímos en esa vorágine de ruidos, sin saber qué nos
esperaba, pero la noche siempre tiene su destino y lo traza como si fuera una
línea de cocaína, de esas que trae el ché en el Keko Bar de barranco, donde
fuimos a parar.
La magia subió por nuestras narices y de momento pensamos
ser estrellas, esas que chocan de cara contra el firmamento y se rompen la
nariz, ceja, pómulo, con sangre y esquirlas de hormigón en las mejillas.
Cuando terminamos, solo nos dimos besos y cada uno fue a su
casa.
Así fue un día, con los viejitos.